jueves, 27 de marzo de 2008

UN CHISTE ADMINISTRATIVO

Había dos paisanos que tenían el mismo nombre:'Joaquín González'.Uno era 'sacerdote' y el otro era 'taxista'. Quiso el destino que los dos murieran el mismo día. Entonces, llegan al cielo, donde les espera San Pedro. -¿Tu nombre? - pregunta San Pedro al primero. - Joaquín González. - ¿El sacerdote? - No, no; el taxista. San Pedro consulta su planilla y dice:- Bueno, te has ganado el Paraíso. Te corresponden estas túnicas de seda con hilos de oro y esta vara de oro con incrustaciones de rubíes. Puedes pasar. - Gracias, gracias... - dice el taxista.

Pasan dos personas más, y luego le toca el turno al otro Joaquín, quien había presenciado la entrada de su paisano. - ¿Tu nombre? - Joaquín González. - ¿El sacerdote? - Sí. - Muy bien, hijo mío. Te has ganado el Paraíso. Te corresponde esta bata de poliéster y esta vara de plástico. El sacerdote dice: - Perdón, no es por presumir, pero... debe haber un error. ¡Yo soy Joaquín González, el sacerdote! - Sí, hijo mío, te has ganado el Paraíso, te corresponde la bata de... - ¡No, no puede ser! Yo conozco al otro señor, era un taxista, vivía en mi pueblo, ¡era un desastre como taxista! Se subía a las aceras, chocaba todos los días, una vez se estrelló contra una casa, conducía muy mal, tiraba los postes de alumbrado, se llevaba todo por delante. Y yo me pasé cincuenta años de mi vida predicando todos los domingos en la parroquia.

¿Cómo puede ser que a él le toque una túnica con hilos de oro y vara de platino y a mí esto? ¡Debe haber un error! - No, no es ningún error- dice San Pedro. Lo que pasa es que aquí en el cielo ha llegado la globalización con sus nuevos enfoques administrativos.

Nosotros ya no hacemos las evaluaciones como antes. - ¿Cómo? No entiendo... - Claro, ahora nos manejamos por 'Objetivos y Resultados'. Mira, te voy a explicar tu caso y lo entenderás enseguida: Durante los últimos cincuenta años, cada vez que tú predicabas, la gente se dormía; pero cada vez que el taxista conducía, la gente rezaba y se acordaba de Dios. Entonces, ¿quién vendía más nuestros servicios?

Nos interesan los resultados, hijo mío.

!!!Re - sul - ta - dos!!!


PORQUE CREER EN LA RESURRECCION?

A las mujeres que acudieron al sepulcro, la mañana de Pascua, el ángel les dijo: «No temáis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. ¡Ha resucitado!». ¿Pero verdaderamente ha resucitado Jesús? ¿Qué garantías tenemos de que se trata de un hecho realmente acontecido, y no de una invención o de una sugestión? San Pablo, escribiendo a la distancia de no más de veinticinco años de los hechos, cita a todas las personas que le vieron después de su resurrección, la mayoría de las cuales aún vivía (1 Cor 15,8). ¿De qué hecho de la antigüedad tenemos testimonios tan fuertes como de éste?

Pero para convencernos de la verdad del hecho existe también una observación general. En el momento de la muerte de Jesús los discípulos se dispersaron; su caso se da por cerrado: «Esperábamos que fuera él...», dicen los discípulos de Emaús. Evidentemente, ya no lo esperan. Y he aquí que, de improviso, vemos a estos mismos hombres proclamar unánimes que Jesús está vivo; afrontar, por este testimonio, procesos, persecuciones y finalmente, uno tras otro, el martirio y la muerte. ¿Qué ha podido determinar un cambio tan radical, más que la certeza de que Él verdaderamente había resucitado?

No pueden estar engañados, porque han hablado y comido con El después de su resurrección; y además eran hombres prácticos, ajenos a exaltarse fácilmente. Ellos mismos dudan de primeras y oponen no poca resistencia a creer. Ni siquiera pueden haber engañado a los demás, porque si Jesús no hubiera resucitado, los primeros en ser traicionados y salir perdiendo (¡la propia vida!) eran precisamente ellos. Sin el hecho de la resurrección, el nacimiento del cristianismo y de la Iglesia se convierte en un misterio aún más difícil de explicar que la resurrección misma.

Estos son algunos argumentos históricos, objetivos; pero la prueba más fuerte de que Cristo ha resucitado ¡es que está vivo! Vivo, no porque nosotros le mantengamos con vida hablando de Él, sino porque Él nos tiene en vida a nosotros, nos comunica el sentido de su presencia, nos hace esperar. «Toca a Cristo quien cree en Cristo», decía san Agustín, y los auténticos creyentes experimentan la verdad de esta afirmación.

Los que no creen en la realidad de la resurrección siempre han planteado la hipótesis de que se haya tratado de fenómenos de autosugestión; los apóstoles creyeron ver. Pero esto, si fuera cierto, constituiría al final un milagro no inferior al que se quiere evitar admitir. Supone, en efecto, que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma alucinación. Las visiones imaginarias llegan habitualmente a quien las espera y las desea intensamente; pero los apóstoles, después de los sucesos del Viernes Santo, ya no esperaban nada.

La resurrección de Cristo es, para el universo espiritual, lo que fue para el universo físico, según una teoría moderna, el Big-bang inicial: tal explosión de energía como para imprimir al cosmos ese movimiento de expansión que prosigue todavía, miles de millones de años después. Quita a la Iglesia la fe en la resurrección y todo se detiene y se apaga, como cuando en una casa se va la luz. San Pablo escribió: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo», decía san Agustín. Todos creen que Jesús ha muerto, también los paganos y los agnósticos. Pero sólo los cristianos creen que también ha resucitado, y no se es cristiano si no se cree esto. Resucitándole de la muerte, es como si Dios confirmara la obra de Cristo, le imprimiera su sello. «Dios ha dado a todos los hombres una garantía sobre Jesús, al resucitarlo de entre los muertos» (Hechos 17,31).


P. R. Cantalamessa

MENSAJE DE BENEDICTO XVI


Queridos jóvenes:

"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos" (Hch 1, 8).

Se comienza a ser cristiano por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. Precisamente para favorecer este encuentro os disponéis a abrir vuestro corazón a Dios, confesando vuestros pecados y recibiendo, por la acción del Espíritu Santo y mediante el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Así se deja espacio para la presencia en nosotros del Espíritu Santo, la tercera Persona de la santísima Trinidad, que es el "alma" y la "respiración vital" de la vida cristiana: el Espíritu nos capacita para "ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa, y al mismo tiempo hacer una aplicación eficaz del Evangelio".

Cuando era arzobispo de Munich-Freising, en una meditación sobre Pentecostés me inspiré en una película titulada Metempsicosis para explicar la acción del Espíritu Santo en un alma. Esa película narra la historia de dos pobres hombres que, por su bondad, no lograban triunfar en la vida. Un día, a uno de ellos se le ocurrió que, no teniendo otra cosa que vender, podía vender su alma. Se la compraron muy barata y la pusieron en una caja. Desde ese momento, con gran sorpresa suya, todo cambió en su vida. Logró un rápido ascenso, se hizo cada vez más rico, obtuvo grandes honores y, antes de su muerte, llegó a ser cónsul, con abundante dinero y bienes. Desde que se liberó de su alma ya no tuvo consideraciones ni humanidad. Actuó sin escrúpulos, preocupándose únicamente del lucro y del éxito. Para él el hombre ya no contaba nada. Él mismo ya no tenía alma. La película -concluí- demuestra de modo impresionante cómo detrás de la fachada del éxito se esconde a menudo una existencia vacía.

Aparentemente ese hombre no perdió nada, pero le faltaba el alma y así le faltaba todo. Es obvio -proseguí en esa meditación- que propiamente hablando el ser humano no puede desprenderse de su alma, dado que es ella la que lo convierte en persona. En cualquier caso, sigue siendo persona humana. Sin embargo, tiene la espantosa posibilidad de ser inhumano, de ser persona que vende y al mismo tiempo pierde su propia humanidad. La distancia entre una persona humana y un ser inhumano es inmensa, pero no se puede demostrar; es algo realmente esencial, pero aparentemente no tiene importancia.

También el Espíritu Santo, que está en el origen de la creación y que gracias al misterio de la Pascua descendió abundantemente sobre María y los Apóstoles en el día de Pentecostés, no se manifiesta de forma evidente a los ojos externos. No se puede ver ni demostrar si penetra, o no penetra, en la persona; pero eso cambia y renueva toda la perspectiva de la existencia humana. El Espíritu Santo no cambia las situaciones exteriores de la vida, sino las interiores. En la tarde de Pascua, Jesús, al aparecerse a los discípulos, "sopló sobre ellos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo"" (Jn 20, 22).
De modo aún más evidente, el Espíritu descendió sobre los Apóstoles el día de Pentecostés como ráfaga de viento impetuoso y en forma de lenguas de fuego. También esta tarde el Espíritu vendrá a nuestro corazón, para perdonarnos los pecados y renovarnos interiormente, revistiéndonos de una fuerza que también a nosotros, como a los Apóstoles, nos dará la audacia necesaria para anunciar que "Cristo murió y resucitó".

Así pues, queridos amigos, preparémonos con un sincero examen de conciencia para presentarnos a aquellos a quienes Cristo ha encomendado el ministerio de la reconciliación. Con corazón contrito confesemos nuestros pecados, proponiéndonos seriamente no volverlos a cometer y, sobre todo, seguir siempre el camino de la conversión. Así experimentaremos la auténtica alegría: la que deriva de la misericordia de Dios, se derrama en nuestro corazón y nos reconcilia con él.

Esta alegría es contagiosa. "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros" -reza el versículo bíblico elegido como tema de la XXIII Jornada mundial de la juventud- y seréis mis testigos" (Hch 1, 8). Comunicad esta alegría que deriva de acoger los dones del Espíritu Santo, dando en vuestra vida testimonio de los frutos del Espíritu Santo: "Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí" (Ga 5, 22-23). Así enumera san Pablo en la carta a los Gálatas estos frutos del Espíritu Santo.

Recordad siempre que sois "templo del Espíritu". Dejad que habite en vosotros y seguid dócilmente sus indicaciones, para contribuir a la edificación de la Iglesia (cf. 1 Cor 12, 7) y descubrir cuál es la vocación a la que el Señor os llama. También hoy el mundo necesita sacerdotes, hombres y mujeres consagrados, parejas de esposos cristianos. Para responder a la vocación a través de uno de estos caminos, sed generosos; tratando de ser cristianos coherentes, buscad ayuda en el sacramento de la confesión y en la práctica de la dirección espiritual. De modo especial, abrid sinceramente vuestro corazón a Jesús, el Señor, para darle vuestro "sí" incondicional.

Queridos jóvenes, la ciudad está en vuestras manos. A vosotros corresponde embellecerla también espiritualmente con vuestro testimonio de vida vivida en gracia de Dios y lejos del pecado, realizando todo lo que el Espíritu Santo os llama a ser, en la Iglesia y en el mundo. Así haréis visible la gracia de la misericordia sobreabundante de Cristo, que brotó de su costado traspasado por nosotros en la cruz. El Señor Jesús nos lava de nuestros pecados, nos cura de nuestras culpas y nos fortalece para no sucumbir en la lucha contra el pecado y en el testimonio de su amor.

Hace veinticinco años Juan Pablo II dijo: "El que se deje colmar de este amor -el amor de Dios- no puede seguir negando su culpa. La pérdida del sentido del pecado deriva en último análisis de otra pérdida más radical y secreta, la del sentido de Dios" Y añadió: "¿A dónde ir en este mundo, con el pecado y la culpa, sin la cruz? La cruz se carga con toda la miseria del mundo que nace del pecado. Y se manifiesta como signo de gracia. Acoge nuestra solidaridad y nos anima a sacrificarnos por los demás".

Queridos jóvenes, que esta experiencia se renueve hoy para vosotros: en este momento mirad la cruz y acoged el amor de Dios, que se nos da en la cruz, por el Espíritu Santo, pues brota del costado traspasado del Señor. Como dijo el Papa Juan Pablo II, "transformaos también vosotros en redentores de los jóvenes del mundo".

Divino Corazón de Jesús, del que brotaron sangre y agua como manantial de misericordia para nosotros, en ti confiamos. Amén.

BENEDICTO XVI,
Homilía a los jóvenes de Roma
el 13 de marzo de 2008