viernes, 2 de mayo de 2008

MAYO: EL MES PARA IMITAR A MARIA

1- María es la «Virgen oyente», que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque, en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) «Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno», dijo: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38)[46]; fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor» (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51).
Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida[ y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia.

2- María es la «Virgen orante». Así aparece Ella en la visita a Santa Isabel, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el «Magnificat», la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque -como parece sugerir S. Ireneo - en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al Mesías y resonó, anticipada y proféticamente, la voz de la Iglesia: «Mi alma engrandece al Señor...»]. En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos.
«Virgen orante» aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus «signos», confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).
También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles «perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación. «Virgen orante» es también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, «alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del mundo».

3- María es también la «Virgen-Madre», es decir, aquella que «por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo»: prodigiosa maternidad constituida por Dios como «tipo» y «ejemplar» de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual «se convierte ella misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de Dios».
Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien en una homilía natalicia afirma: «El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua regenere al creyente».

4- María es la «Virgen oferente». En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo; ha visto proclamado la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño, reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, «signo de contradicción», y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma, se cumplieron sobre el calvario, donde Cristo «a si mismo se ofreció inmaculado a Dios» y donde María estuvo junto a la cruz.

5- María es también maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida. El «sí» de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia.

cfr. PABLO VI, Exhort. apost. Marialis cultus (1974), n. 17-21

CRISTO, EL HOMBRE DEL TRABAJO


Cuenta el Evangelio que los primeros oyentes de Jesús en Nazaret «permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ... ¿No es acaso el carpintero?

En efecto, Jesús no solamente anunciaba el evangelio sino que, ante todo, cumplía con el trabajo el «evangelio» confiado a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret.

Aunque en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar —más bien, una vez, la prohibición de una excesiva preocupación por el trabajo y la existencia— no obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre.

En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias al trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste citar por ejemplo la de médico, farmacéutico, artesano-artista, herrero —se podrían referir estas palabras al trabajo del siderúrgico de nuestros días—, la de alfarero, agricultor, estudioso, navegante, albañil, músico, pastor, y pescador.

Son conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de las mujeres.

Jesucristo en sus parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente al trabajo humano: al trabajo del pastor, del labrador, del médico, del sembrador, del dueño de casa, del siervo, del administrador, del pescador, del mercader, del obrero. Presenta el apostolado a semejanza del trabajo manual de los segadores o de los pescadores. Además se refiere al trabajo de los estudiosos.

Esta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo de su propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Este se gloriaba de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas, y gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan. De aquí derivan sus instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter de exhortación y mandato: «A éstos...recomendamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan», así escribe a los Tesalonicenses en su segunda carta (3, 7-12). En efecto, constatando que «algunos viven entre vosotros desordenadamente, sin hacer nada», el Apóstol también en el mismo contexto no vacilará en decir: «El que no quiere trabajar no coma». En otro pasaje por el contrario anima a que: «Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia» (cfr. 1 Cor 10, 31-33; Col 3, 17).

Las enseñanzas del Apóstol Pablo tienen, como se ve, una importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Son un importante complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del trabajo, que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que Jesús «hizo y enseñó».


Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica sobre la dignidad del trabajo humano Laborem Exercens (1981) n. 26

jueves, 1 de mayo de 2008

LA ESPIRITUALIDAD DEL TRABAJO

1- Dado que el trabajo en su aspecto subjetivo es siempre una acción personal se sigue necesariamente que en él participa el hombre completo -su cuerpo y su espíritu-, independientemente del hecho de que sea un trabajo manual o intelectual.

2- Al hombre entero se dirige el mensaje evangélico de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos dedicados al trabajo humano. Es necesaria una adecuada asimilación de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación.

3- La Iglesia ve un deber suyo la formación de una espiritualidad del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo, y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de Sacerdote, Profeta y Rey, tal como lo enseña con expresiones admirables el Concilio Vaticano II.

4- La actividad humana responde a la voluntad de Dios. El hombre, creado a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo».

5- En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado.
Encontramos esta verdad en el primer libro de la Biblia: “Para el día séptimo había concluido Dios toda su tarea; y descansó el día séptimo de toda su tarea” (Gn 2, 2) y en el último libro de la Biblia: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso».

6- La descripción de la creación enseña que el hombre, trabajando, debe imitar a Dios, su Creador, porque lleva consigo —él solo— el elemento singular de la semejanza con Él. El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo.

7- El trabajo humano no sólo exige el descanso cada «siete días», sino que además no puede consistir en el mero ejercicio de las fuerzas humanas en una acción exterior; debe dejar un espacio interior, donde el hombre, convirtiéndose cada vez más en lo que por voluntad divina tiene que ser, se va preparando a aquel «descanso» que el Señor reserva a sus siervos y amigos.

8- La conciencia de que el trabajo humano (incluso las actividades más ordinarias) es una participación en la obra de Dios. Los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia».

9- Hace falta, por lo tanto, que esta espiritualidad cristiana del trabajo llegue a ser patrimonio común de todos. Leemos en la Const. conciliar Lumen Gentium “Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz ... “

Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica sobre la dignidad del trabajo humano Laborem Exercens (1981) n. 24 y 25