viernes, 2 de mayo de 2008

CRISTO, EL HOMBRE DEL TRABAJO


Cuenta el Evangelio que los primeros oyentes de Jesús en Nazaret «permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ... ¿No es acaso el carpintero?

En efecto, Jesús no solamente anunciaba el evangelio sino que, ante todo, cumplía con el trabajo el «evangelio» confiado a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret.

Aunque en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar —más bien, una vez, la prohibición de una excesiva preocupación por el trabajo y la existencia— no obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre.

En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias al trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste citar por ejemplo la de médico, farmacéutico, artesano-artista, herrero —se podrían referir estas palabras al trabajo del siderúrgico de nuestros días—, la de alfarero, agricultor, estudioso, navegante, albañil, músico, pastor, y pescador.

Son conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de las mujeres.

Jesucristo en sus parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente al trabajo humano: al trabajo del pastor, del labrador, del médico, del sembrador, del dueño de casa, del siervo, del administrador, del pescador, del mercader, del obrero. Presenta el apostolado a semejanza del trabajo manual de los segadores o de los pescadores. Además se refiere al trabajo de los estudiosos.

Esta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo de su propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Este se gloriaba de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas, y gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan. De aquí derivan sus instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter de exhortación y mandato: «A éstos...recomendamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan», así escribe a los Tesalonicenses en su segunda carta (3, 7-12). En efecto, constatando que «algunos viven entre vosotros desordenadamente, sin hacer nada», el Apóstol también en el mismo contexto no vacilará en decir: «El que no quiere trabajar no coma». En otro pasaje por el contrario anima a que: «Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia» (cfr. 1 Cor 10, 31-33; Col 3, 17).

Las enseñanzas del Apóstol Pablo tienen, como se ve, una importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Son un importante complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del trabajo, que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que Jesús «hizo y enseñó».


Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica sobre la dignidad del trabajo humano Laborem Exercens (1981) n. 26

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