jueves, 25 de septiembre de 2008

NO MATARAS



En relación con el Proyecto de Ley Estatutario No. 004 de 2008 Senado, por el cual se reglamentan las prácticas de la Eutanasia y la asistencia al suicidio en Colombia, como Arzobispo de Bogotá y Primado de Colombia, quiero recordar a los fieles y a todos los colombianos que nunca puede ser moralmente lícita la acción que provoque directa o intencionalmente la muerte de una persona.

La Eutanasia es un crimen y en él participan todos los que ejecutan el acto homicida. El Estado ha sido erigido para defender la vida, como lo afirma el artículo 11 de la Constitución Colombiana "el derecho a la vida es inviolable".

Este principio debe proclamarse siempre en relación con los pacientes que padecen enfermedad y tienen graves sufrimientos e incluso, con aquellos que piden expresamente que se dé fin a su vida. La terminación intencional de la vida por otra persona, así sea un tercero cualificado, constituye siempre un asesinato, pues ni el personal médico, ni los familiares pueden tomar la decisión de provocar la muerte de una persona.

El derecho a la vida debe ser proclamado y salvaguardado, con mayor valentía, cuando se trata de los más débiles, como las personas que se encuentran en estado vegetativo, los minusválidos o los niños recién nacidos o en la fase prenatal, que sufren malformaciones. En ninguno de estos casos se puede renunciar al tratamiento médico proporcionado. No se trata de prolongar gratuitamente el sufrimiento, de generar gastos exorbitantes o intervenciones médicas inútiles. Se trata de defender los principios fundamentales porque sobre prácticas semejantes y argumentando la calidad de la vida o de la raza, se edificaron otrora regímenes totalitarios.

20 de septiembre de 2008



+ Pedro Card. Rubiano Sáenz
Arzobispo de Bogotá
Primado de Colombia

viernes, 5 de septiembre de 2008

BREVE BIOGRAFIA DE SAN PABLO


Intervención de Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 27 agosto 2008



Las señas biográficas de Pablo las encontramos respectivamente en el carta a Filemón, en la que se declara "anciano" (versículo 9: presbýtes), y en los Hechos de los Apóstoles, pues en el momento de la lapidación de Esteban dice que era "joven" (7, 58: neanías).

Ambas designaciones son evidentemente genéricas, pero según los cálculos antiguos "joven" era el hombre que tenía unos treinta años, mientras que se le llamaba "anciano" cuando llegaba a los sesenta. En términos absolutos, la fecha de Pablo depende en gran parte de la fecha en que fue escrita la carta a Filemón. Tradicionalmente su redacción se enmarca en la prisión de Roma, a mediados de los años 60. Pablo habría nacido el año 8, por tanto, habría vivido más o menos sesenta años, mientras que en el momento de la lapidación de Estaban tenía treinta. Esta debería ser la cronología adecuada. Y el año paulino que estamos celebrando sigue precisamente esta cronología. Ha sido escogido el año 2008 pensando en que nació más o menos en el año 8.

En todo caso, nació en Tarso de Cilicia (Cf. Hechos 22,3). La ciudad era capital administrativa de la región y en el año 51 a. C. había tenido como procónsul nada menos que a Marco Tulio Cicerón, mientras que diez años después, en el año 41, Tarso había sido el lugar del primer encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra. Judío de la diáspora, hablaba griego a pesar de que tenía un nombre de origen latino, derivado por asonancia del original hebreo Saúl/Saulos, y gozaba de la ciudadanía romana (Cf. Hechos 22,25-28).

Pablo se presenta, de este modo, en la frontera de tres culturas diferentes -romana, griega, judía-- y quizá también por este motivo estaba predispuesto a fecundas aperturas universales, a una mediación entre las culturas, a una verdadera universalidad.

También aprendió un trabajo manual, quizá heredado del padre, que consistía en el oficio de "fabricar tiendas" (Cf. Hechos 18,3: skenopoiòs), lo que probablemente significa que trabajaba la lana ruda de cabra o la fibra de lino para hacer esteras o tiendas (Cf. Hechos 20,33-35).

Hacia los doce o trece años, la edad en la que un muchacho judío se convierte en bar mitzvà ("hijo del precepto"), Pablo dejó Tarso y se mudó a Jerusalén para ser educado a los pies del rabí Gamaliel el Viejo, nieto del gran rabí Hilel, según las más rígidas normas del fariseísmo, adquiriendo un gran celo por la Torá mosaica (Cf. Gálatas 1,14; Filipenses 3,5-6; Hechos 22,3; 23,6; 26,5).

En virtud de esta ortodoxia profunda, que había aprendido en la escuela de Hilel, en Jerusalén, vio en el nuevo movimiento que se inspiraba en Jesús de Nazaret un riesgo, una amenaza para la identidad judía, para la auténtica ortodoxia de los padres. Esto explica el hecho de que haya "perseguido a la Iglesia de Dios", como lo admitirá en tres ocasiones en sus cartas (1 Corintios 15,9; Gálatas 1,13; Filipenses 3,6). Si bien no es fácil imaginar concretamente en qué consistió esta persecución, su actitud fue de todos modos de intolerancia. Aquí se enmarca el acontecimiento de Damasco, sobre el que volveremos a hablar en la próxima catequesis. Lo cierto es que, a partir de entonces, su vida cambió y se convirtió en un apóstol incansable del Evangelio. De hecho, Pablo pasó a la historia por lo que hizo como cristiano, como apóstol, y no como fariseo. Tradicionalmente se divide su actividad apostólica en virtud de los tres viajes misioneros, a los que se añadió el cuarto a Roma como prisionero. Todos son narrados por Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Al hablar de los tres viajes misioneros, hay que distinguir el primero de los otros dos.

Por lo que se refiere al primero, de hecho (Cf. Hechos 13-14), Pablo no tuvo responsabilidad directa, pues ésta fue encomendada al chipriota Bernabé. Juntos partieron de Antioquía del Orontes, enviados por esa Iglesia (Cf. Hechos 13,1-3), y, después de zarpar del puerto de Seleucia, en la costa siria, atravesaron la isla de Chipre de Salamina a Pafos; de aquí llegaron a las costas del sur de Anatolia, hoy Turquía, pasando por Atalía, Perge de Panfilia, Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe, desde donde regresaron al punto de partida. Había nacido así la Iglesia de los pueblos, la Iglesia de los paganos.

Mientras tanto, sobre todo en Jerusalén, había surgido una dura discusión sobre si estos cristianos procedentes del paganismo estaban obligados a entrar también en la vida y en la ley de Israel (varias prescripciones separaban a Israel del resto del mundo) para participar realmente de las promesas de los profetas y para entrar efectivamente en la herencia de Israel. Para resolver este problema fundamental para el nacimiento de la Iglesia futura se reunió en Jerusalén el así llamado Concilio de los Apóstoles para tomar una decisión sobre este problema del que dependía el nacimiento efectivo de una Iglesia universal. Se decidió que no había que imponer a los paganos convertidos las prescripciones de la ley mosaica (Cf. Hechos 15,6-30): es decir, no estaban obligados a respetar las normas del judaísmo; la única necesidad era ser de Cristo, vivir con Cristo y según sus palabras. De este modo, siendo de Cristo, eran también de Abraham, de Dios, y participaban en todas las promesas.

Tras este acontecimiento decisivo, Pablo se separó de Bernabé, escogió a Silas, y comenzó el segundo viaje misionero (Cf. Hechos 15,36-18,22). Tras recorrer Siria y Cilicia, volvió a ver la ciudad de Listra, donde tomó consigo a Timoteo (figura muy importante de la Iglesia naciente, hijo de una judía y de un pagano), e hizo que se circuncidara. Atravesó la Anatolia central y llegó a la ciudad de Tróade, en la costa norte del Mar Egeo.

Aquí tuvo lugar un nuevo acontecimiento importante: en sueños vio a un macedonio en la otra parte del mar, es decir en Europa, que le decía: "¡Ven a ayudarnos!". Era la Europa futura que le pedía ayuda y la luz del Evangelio. Movido por esta visión, entró en Europa. Zarpó hacia Macedonia, entrando así en Europa. Tras desembarcar en Neápolis, llegó a Filipos, donde fundó una hermosa comunidad, luego pasó a Tesalónica y, dejando esta ciudad a causa de dificultades que le provocaron los judíos, pasó por Berea hasta llegar a Atenas.

En esta capital de la antigua cultura griega predicó, primero en el Ágora y después en el Areópago, a los paganos y a los griegos. Y el discurso del Areópago, narrado en los Hechos de los Apóstoles, es un modelo sobre cómo traducir el Evangelio en cultura griega, cómo dar a entender a los griegos que este Dios de los cristianos, de los judíos, no era un Dios extranjero a su cultura sino el Dios desconocido que esperaban, la verdadera respuesta a las preguntas más profundas de su cultura.

Luego de Atenas llegó a Corinto, donde permaneció un año y medio. Y aquí tenemos un acontecimiento cronológicamente muy seguro, el más seguro de toda su biografía, pues durante esa primera estancia en Corinto tuvo que comparecer ante el gobernador de la provincia senatorial de Acacia, el procónsul Galión, acusado de un culto ilegítimo. Sobre este Galión y el tiempo que pasó en Corinto existe una antigua inscripción, encontrada en Delfos, donde se dice que era procónsul de Corinto entre los años 51 y 53. Por tanto, aquí tenemos una fecha totalmente segura. La estancia de Pablo en Corinto tuvo lugar en esos años. Por tanto, podemos suponer que llegó más o menos en el año 50 y que permaneció hasta el año 52. De Corintio después, pasando por Cencres, puerto oriental de la ciudad, se dirigió hacia Palestina, llegando a Cesaréa Marítima, desde donde subió a Jerusalén para regresar después a Antioquía del Orontes.

El tercer viaje misionero (Cf. Hechos 18,23-21,16) comenzó como siempre en Antioquía, que se había convertido en el punto de origen de la Iglesia de los paganos, de la misión a los paganos, y era el lugar en el que nació el término "cristianos". Aquí, por primera vez, nos dice san Lucas, los seguidores de Jesús fueron llamados "cristianos". De allí Pablo se fue directamente a Éfeso, capital de la provincia de Asia, donde permaneció durante dos años, desempeñando un ministerio que tuvo fecundos resultados en la región. De Éfeso Pablo escribió las Cartas a los Tesalonicenses y a los Corintios. La población de la ciudad fue instigada contra él por los plateros locales, que experimentaron una disminución de sus ingresos a causa de la reducción del culto a Artemisia (el templo que se le había dedicado en Éfeso, el Artemision, era una de las siete maravillas del mundo antiguo); por este motivo tuvo que huir hacia el norte. Después de volver a atravesar Macedonia, descendió de nuevo a Grecia, probablemente a Corinto, permaneciendo allí tres meses y escribiendo la famosa Carta a los Romanos.

De allí volvió sobre sus pasos: volvió a pasar por Macedona, llegó en barco a Tróade y, después, pasando por las islas de Mitilene, Quíos, Samos, llegó a Mileto, donde pronunció un importante discurso a los ancianos de la Iglesia de Éfeso, ofreciendo un retrato del auténtico pastor de la Iglesia (Cf. Hechos 20). De aquí volvió a zapar en vela hacia Tiro, y luego llegó a Cesarea Marítima para subir una vez más a Jerusalén. Allí fue arrestado a causa de un malentendido: algunos judíos habían confundido con paganos a otros judíos de origen griego, introducidos por Pablo en el área del templo reservada a los israelitas. La condena a muerte, prevista en estos casos, fue levantada gracias a la intervención del tribuno romano de guardia en el área del templo (Cf. Hechos 21,27-36); esto tuvo lugar mientras en Judea era procurador imperial Antonio Félix. Tras un período en la cárcel (cuya duración es debatida), dado que Pablo, por ser ciudadano romano, había apelado al César (que entonces era Nerón), el procurador sucesivo, Porcio Festo, le envió a Roma custodiado militarmente.

El viaje a Roma pasó por las islas mediterráneas de Creta y de Malta, y después por las ciudades de Siracusa, Regio de Calabria, y Pozzuoli. Los cristianos de Roma salieron a recibirle en la Vía Apia hasta el Foro de Apio (a unos 70 kilómetros al sur de la capital) y otros hasta las Tres Tabernas (a unos 40 kilómetros). En Roma tuvo un encuentro con los delegados de la comunidad judía, a quienes les confío que llevaba sus cadenas por "la esperanza de Israel" (Cf. Hechos 28,20). Pero la narración de Lucas concluye mencionando los dos años pasados en Roma bajo la blanda custodia militar, sin mencionar ni una sentencia de César (Nerón) ni siquiera la muerte del acusado.

Tradiciones sucesivas hablan de una liberación, de que habría emprendido un viaje misionero a España, así como un sucesivo periplo en particular por Creta, Éfeso, Nicópolis en Epiro. Entre las hipótesis, se conjetura un nuevo arresto y un segundo período de encarcelamiento en Roma (donde habría escrito las tres cartas llamadas pastorales, es decir las dos a Timoteo y la de Tito) con un segundo proceso desfavorable. Sin embargo, una serie de motivos lleva a muchos estudiosos de san Pablo a concluir la biografía del apóstol con la narración de Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

Sobre su martirio volveremos a hablar más adelante, en el ciclo de nuestras catequesis. Por ahora, en este breve elenco de los viajes de san Pablo, es suficiente tomar acto de cómo se dedicó al anuncio del Evangelio sin ahorrar energías, afrontando una serie de duras pruebas, de las que nos ha dejado la lista en la segunda carta a los Corintios (Cf. 11, 21-28). Por lo demás, él mismo escribe: "Todo esto lo hago por el Evangelio" (1 Corintios 9,23), ejerciendo con total generosidad lo que él llama "la preocupación por todas las Iglesias" (2 Corintios 11,28). Vemos que su compromiso sólo se explica con un alma verdaderamente fascinada por la luz del Evangelio, enamorada de Cristo, un alma basada en una convicción profunda: es necesario llevar al mundo la luz de Cristo, anunciar el Evangelio a todos.

Me parece que esta es la conclusión de esta breve reseña de los viajes de san Pablo: ver su pasión por el Evangelio, intuir así la grandeza, la hermosura, es más la necesidad profunda del Evangelio para todos nosotros.

Recemos para que el Señor, que hizo ver su luz a Pablo, que le hizo escuchar su Palabra, que tocó su corazón íntimamente, nos haga ver también a nosotros su luz, para que también nuestro corazón quede tocado por su Palabra y también nosotros podamos dar al mundo de hoy, que tiene sed, la luz del Evangelio y la verdad de Cristo (fuente: www. ZENIT.org).-

viernes, 2 de mayo de 2008

MAYO: EL MES PARA IMITAR A MARIA

1- María es la «Virgen oyente», que acoge con fe la palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y camino hacia la Maternidad divina, porque, en efecto, cuando recibió del Ángel la respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) «Ella, llena de fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno», dijo: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38)[46]; fe, que fue para ella causa de bienaventuranza y seguridad en el cumplimiento de la palabra del Señor» (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre los acontecimientos de la infancia de Cristo, confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón (Cf. Lc 2, 19. 51).
Esto mismo hace la Iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida[ y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia.

2- María es la «Virgen orante». Así aparece Ella en la visita a Santa Isabel, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el «Magnificat», la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque -como parece sugerir S. Ireneo - en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presentía al Mesías y resonó, anticipada y proféticamente, la voz de la Iglesia: «Mi alma engrandece al Señor...»]. En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos.
«Virgen orante» aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus «signos», confirme a sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).
También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: los Apóstoles «perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación. «Virgen orante» es también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, «alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del mundo».

3- María es también la «Virgen-Madre», es decir, aquella que «por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo»: prodigiosa maternidad constituida por Dios como «tipo» y «ejemplar» de la fecundidad de la Virgen-Iglesia, la cual «se convierte ella misma en Madre, porque con la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de Dios».
Justamente los antiguos Padres enseñaron que la Iglesia prolonga en el sacramento del Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus testimonios nos complacemos en recordar el de nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien en una homilía natalicia afirma: «El origen que (Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo que María diese a luz al Salvador, hace también que el agua regenere al creyente».

4- María es la «Virgen oferente». En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo; ha visto proclamado la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño, reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, «signo de contradicción», y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma, se cumplieron sobre el calvario, donde Cristo «a si mismo se ofreció inmaculado a Dios» y donde María estuvo junto a la cruz.

5- María es también maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida. El «sí» de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre, en camino y en medio de santificación propia.

cfr. PABLO VI, Exhort. apost. Marialis cultus (1974), n. 17-21

CRISTO, EL HOMBRE DEL TRABAJO


Cuenta el Evangelio que los primeros oyentes de Jesús en Nazaret «permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ... ¿No es acaso el carpintero?

En efecto, Jesús no solamente anunciaba el evangelio sino que, ante todo, cumplía con el trabajo el «evangelio» confiado a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret.

Aunque en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar —más bien, una vez, la prohibición de una excesiva preocupación por el trabajo y la existencia— no obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre.

En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias al trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste citar por ejemplo la de médico, farmacéutico, artesano-artista, herrero —se podrían referir estas palabras al trabajo del siderúrgico de nuestros días—, la de alfarero, agricultor, estudioso, navegante, albañil, músico, pastor, y pescador.

Son conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de las mujeres.

Jesucristo en sus parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente al trabajo humano: al trabajo del pastor, del labrador, del médico, del sembrador, del dueño de casa, del siervo, del administrador, del pescador, del mercader, del obrero. Presenta el apostolado a semejanza del trabajo manual de los segadores o de los pescadores. Además se refiere al trabajo de los estudiosos.

Esta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo de su propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Este se gloriaba de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas, y gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan. De aquí derivan sus instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter de exhortación y mandato: «A éstos...recomendamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan», así escribe a los Tesalonicenses en su segunda carta (3, 7-12). En efecto, constatando que «algunos viven entre vosotros desordenadamente, sin hacer nada», el Apóstol también en el mismo contexto no vacilará en decir: «El que no quiere trabajar no coma». En otro pasaje por el contrario anima a que: «Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia» (cfr. 1 Cor 10, 31-33; Col 3, 17).

Las enseñanzas del Apóstol Pablo tienen, como se ve, una importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Son un importante complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del trabajo, que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que Jesús «hizo y enseñó».


Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica sobre la dignidad del trabajo humano Laborem Exercens (1981) n. 26

jueves, 1 de mayo de 2008

LA ESPIRITUALIDAD DEL TRABAJO

1- Dado que el trabajo en su aspecto subjetivo es siempre una acción personal se sigue necesariamente que en él participa el hombre completo -su cuerpo y su espíritu-, independientemente del hecho de que sea un trabajo manual o intelectual.

2- Al hombre entero se dirige el mensaje evangélico de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos dedicados al trabajo humano. Es necesaria una adecuada asimilación de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación.

3- La Iglesia ve un deber suyo la formación de una espiritualidad del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo, y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de Sacerdote, Profeta y Rey, tal como lo enseña con expresiones admirables el Concilio Vaticano II.

4- La actividad humana responde a la voluntad de Dios. El hombre, creado a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo».

5- En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado.
Encontramos esta verdad en el primer libro de la Biblia: “Para el día séptimo había concluido Dios toda su tarea; y descansó el día séptimo de toda su tarea” (Gn 2, 2) y en el último libro de la Biblia: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso».

6- La descripción de la creación enseña que el hombre, trabajando, debe imitar a Dios, su Creador, porque lleva consigo —él solo— el elemento singular de la semejanza con Él. El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo.

7- El trabajo humano no sólo exige el descanso cada «siete días», sino que además no puede consistir en el mero ejercicio de las fuerzas humanas en una acción exterior; debe dejar un espacio interior, donde el hombre, convirtiéndose cada vez más en lo que por voluntad divina tiene que ser, se va preparando a aquel «descanso» que el Señor reserva a sus siervos y amigos.

8- La conciencia de que el trabajo humano (incluso las actividades más ordinarias) es una participación en la obra de Dios. Los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia».

9- Hace falta, por lo tanto, que esta espiritualidad cristiana del trabajo llegue a ser patrimonio común de todos. Leemos en la Const. conciliar Lumen Gentium “Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz ... “

Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica sobre la dignidad del trabajo humano Laborem Exercens (1981) n. 24 y 25

jueves, 27 de marzo de 2008

UN CHISTE ADMINISTRATIVO

Había dos paisanos que tenían el mismo nombre:'Joaquín González'.Uno era 'sacerdote' y el otro era 'taxista'. Quiso el destino que los dos murieran el mismo día. Entonces, llegan al cielo, donde les espera San Pedro. -¿Tu nombre? - pregunta San Pedro al primero. - Joaquín González. - ¿El sacerdote? - No, no; el taxista. San Pedro consulta su planilla y dice:- Bueno, te has ganado el Paraíso. Te corresponden estas túnicas de seda con hilos de oro y esta vara de oro con incrustaciones de rubíes. Puedes pasar. - Gracias, gracias... - dice el taxista.

Pasan dos personas más, y luego le toca el turno al otro Joaquín, quien había presenciado la entrada de su paisano. - ¿Tu nombre? - Joaquín González. - ¿El sacerdote? - Sí. - Muy bien, hijo mío. Te has ganado el Paraíso. Te corresponde esta bata de poliéster y esta vara de plástico. El sacerdote dice: - Perdón, no es por presumir, pero... debe haber un error. ¡Yo soy Joaquín González, el sacerdote! - Sí, hijo mío, te has ganado el Paraíso, te corresponde la bata de... - ¡No, no puede ser! Yo conozco al otro señor, era un taxista, vivía en mi pueblo, ¡era un desastre como taxista! Se subía a las aceras, chocaba todos los días, una vez se estrelló contra una casa, conducía muy mal, tiraba los postes de alumbrado, se llevaba todo por delante. Y yo me pasé cincuenta años de mi vida predicando todos los domingos en la parroquia.

¿Cómo puede ser que a él le toque una túnica con hilos de oro y vara de platino y a mí esto? ¡Debe haber un error! - No, no es ningún error- dice San Pedro. Lo que pasa es que aquí en el cielo ha llegado la globalización con sus nuevos enfoques administrativos.

Nosotros ya no hacemos las evaluaciones como antes. - ¿Cómo? No entiendo... - Claro, ahora nos manejamos por 'Objetivos y Resultados'. Mira, te voy a explicar tu caso y lo entenderás enseguida: Durante los últimos cincuenta años, cada vez que tú predicabas, la gente se dormía; pero cada vez que el taxista conducía, la gente rezaba y se acordaba de Dios. Entonces, ¿quién vendía más nuestros servicios?

Nos interesan los resultados, hijo mío.

!!!Re - sul - ta - dos!!!


PORQUE CREER EN LA RESURRECCION?

A las mujeres que acudieron al sepulcro, la mañana de Pascua, el ángel les dijo: «No temáis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. ¡Ha resucitado!». ¿Pero verdaderamente ha resucitado Jesús? ¿Qué garantías tenemos de que se trata de un hecho realmente acontecido, y no de una invención o de una sugestión? San Pablo, escribiendo a la distancia de no más de veinticinco años de los hechos, cita a todas las personas que le vieron después de su resurrección, la mayoría de las cuales aún vivía (1 Cor 15,8). ¿De qué hecho de la antigüedad tenemos testimonios tan fuertes como de éste?

Pero para convencernos de la verdad del hecho existe también una observación general. En el momento de la muerte de Jesús los discípulos se dispersaron; su caso se da por cerrado: «Esperábamos que fuera él...», dicen los discípulos de Emaús. Evidentemente, ya no lo esperan. Y he aquí que, de improviso, vemos a estos mismos hombres proclamar unánimes que Jesús está vivo; afrontar, por este testimonio, procesos, persecuciones y finalmente, uno tras otro, el martirio y la muerte. ¿Qué ha podido determinar un cambio tan radical, más que la certeza de que Él verdaderamente había resucitado?

No pueden estar engañados, porque han hablado y comido con El después de su resurrección; y además eran hombres prácticos, ajenos a exaltarse fácilmente. Ellos mismos dudan de primeras y oponen no poca resistencia a creer. Ni siquiera pueden haber engañado a los demás, porque si Jesús no hubiera resucitado, los primeros en ser traicionados y salir perdiendo (¡la propia vida!) eran precisamente ellos. Sin el hecho de la resurrección, el nacimiento del cristianismo y de la Iglesia se convierte en un misterio aún más difícil de explicar que la resurrección misma.

Estos son algunos argumentos históricos, objetivos; pero la prueba más fuerte de que Cristo ha resucitado ¡es que está vivo! Vivo, no porque nosotros le mantengamos con vida hablando de Él, sino porque Él nos tiene en vida a nosotros, nos comunica el sentido de su presencia, nos hace esperar. «Toca a Cristo quien cree en Cristo», decía san Agustín, y los auténticos creyentes experimentan la verdad de esta afirmación.

Los que no creen en la realidad de la resurrección siempre han planteado la hipótesis de que se haya tratado de fenómenos de autosugestión; los apóstoles creyeron ver. Pero esto, si fuera cierto, constituiría al final un milagro no inferior al que se quiere evitar admitir. Supone, en efecto, que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma alucinación. Las visiones imaginarias llegan habitualmente a quien las espera y las desea intensamente; pero los apóstoles, después de los sucesos del Viernes Santo, ya no esperaban nada.

La resurrección de Cristo es, para el universo espiritual, lo que fue para el universo físico, según una teoría moderna, el Big-bang inicial: tal explosión de energía como para imprimir al cosmos ese movimiento de expansión que prosigue todavía, miles de millones de años después. Quita a la Iglesia la fe en la resurrección y todo se detiene y se apaga, como cuando en una casa se va la luz. San Pablo escribió: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo», decía san Agustín. Todos creen que Jesús ha muerto, también los paganos y los agnósticos. Pero sólo los cristianos creen que también ha resucitado, y no se es cristiano si no se cree esto. Resucitándole de la muerte, es como si Dios confirmara la obra de Cristo, le imprimiera su sello. «Dios ha dado a todos los hombres una garantía sobre Jesús, al resucitarlo de entre los muertos» (Hechos 17,31).


P. R. Cantalamessa