La Biblia no nos habla de Dios a la manera de los otros libros, sino que en ella Dios nos habla de si mismo. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son Palabra de Dios, Palabra viva y vivificante.
La Biblia contiene lo más importante de la historia humana en orden a nuestra salvación; a través de esa historia, como motor interno que la impulsa, hay otra realidad histórica: los impulsos, las fuerzas y sentimientos que Dios ha ido poniendo en los protagonistas de esa historia o en los autores sagrados que pusieron por escrito tales acontecimientos. Hay, pues, en el interior de esa historia humana como otra historia que hace Dios a través de nosotros, en favor nuestro y con nuestra colaboración. Fundamentalmente la Biblia es Historia de la Salvación. En medio de ella se alza la clave para entender esa historia: la Muerte y Resurrección de Jesus. Así salva Dios a la humanidad de la esclavitud del pecado, de la muerte y del demonio. Jesucristo es el centro de la Biblia.
La historia bíblica tiene un comienzo y un final. Ese comienzo es la creación del hombre y su inmediata elevación a un estado de justicia y santidad, de gracia, de felicidad, dramáticamente perdido. El final es la visión del Cielo, bajo la imagen de la Jerusalén celestial, la futura Ciudad Santa de Dios. Esta historia bíblica se desarrolla a través del tiempo y del espacio. Podemos reconocer en ella unas edades en las que se divide a grandes rasgos:
1. Después del paraíso perdido corrieron lentamente los tiempos. Dios -una vez cometido el pecado original- promete el futuro Salvador, que nacería de la estirpe de la Mujer (cf. Gn 3, 15).
Transcurrieron luego los siglos en los que Dios no abandono del todo a la humanidad. Así manifestó su misericordia con los antiguos patriarcas, como Henoc y sobre todo Noe, con quien entro en especiales relaciones de alianza.
Durante este periodo Dios tiene paciencia, tolera que la humanidad experimente en si misma las tristes consecuencias del pecado y de la ignorancia sobre el verdadero Dios.
2. Llegado un determinado momento, Dios interviene de modo mas decisivo en la historia humana: es la vocación de Abrahán seguida de la promesa “En ti (en tu descendencia) serán benditas todas las tribus de la tierra” (Gn 12, 3). Este es “el tiempo de la promesa” como dice San Esteban en su discurso (Hch 7, 17). Desde entonces la humanidad anda dividida:
- de un lado el pueblo que nace de Abrahan;
- de otro, el gran resto de la humanidad, los gentiles.
La vida humana, fuera del pueblo elegido, se regia por los principios esculpidos por Dios en la conciencia; esos hombres podían salvarse mediante el cumplimiento de la ley natural, ya que Dios no niega la gracia a quien hace lo que esta de su parte. Pero los hombres, en gran proporción, ahogaron la voz de la conciencia y permanecieron en el pecado (cf. Rom 1, 18-32).
3. Una nueva intervención de Dios inicia el tiempo de la Ley. Dios elige esta vez a Moisés, revelándole su propia intimidad en el episodio de la zarza ardiendo (cf. Ex 3, 14-17) y estableciendo un pacto, la Alianza del Sinai (cf. Ex 19, 24), en la que Dios da a los hebreos la Ley, que habrían de cumplir para mostrar su fidelidad a la Alianza. Dios constituye así a los clanes hebreos en el pueblo de Dios. Desde el siglo XIII a.C. hasta Jesucristo, la historia bíblica no es otra que la historia de la Antigua Alianza.
La Alianza junto con la Ley dada por medio de Moisés, punto de arranque del pueblo elegido, serán el centro de resurgimiento hacia el cual Israel deberá tornar una y otra vez a su vocación de Pueblo de Dios. En momentos graves o especialmente solemnes, se renovara la antigua Alianza. Discurrirán épocas diversas:
- la de la conquista de Canaan bajo el liderazgo de Josué (fines del siglo XIII a.C);
- el periodo de las tribus dispersas, agrupadas parcial y ocasionalmente por los Jueces (siglo XII y XI a.C);
- los grandes siglos de la monarquía hebrea, en los que los Profetas ejercitaran un trascendental ministerio religioso y volverán a exhortar al pueblo y a sus dirigentes para que vuelvan al espíritu autentico de la Alianza y de la Ley (siglos XI-VI a.C);
- la gran crisis nacional y religiosa del exilio de Babilonia (siglo VI a.C), terrible prueba de la que el alma israelita se rehace gracias a los Profetas y a algunos dirigentes de profunda religiosidad como Esdras y Nehemias;
- el largo periodo posterior al exilio (siglo V al I a.C), no exento de peligros como la helenización forzada a la que quisieron someter los monarcas seleucidas de Siria a los judíos, y contra la que estos se sublevaron bajo el liderazgo de los Macabeos (siglo II a.C).
Durante estos siglos se fue construyendo a la vez la Religión y la Historia de Israel. A impulsos del Espíritu divino, los Jueces, los Reyes y los caudillos defendieron la independencia nacional, condición necesaria para conservar la pureza monoteísta de la religión revelada del A.T.
A impulsos del Espíritu de Dios los Profetas fueron enseñando las verdades de la Revelación:
- unos acentuaron la responsabilidad moral y social del Pueblo de Dios (v.gr. Amos);
- otros acentuaron el infinito y entrañable amor de Dios por su pueblo (v.gr. Oseas);
- otros insistieron en la inefable trascendencia de la majestad divina (v. gr. Isaías);
- otros insistieron en la necesidad de la confianza sin limites en Dios (v. gr. Jeremias);
- otros acentuaron la responsabilidad individual frente al anonimato de la colectividad (v. gr. Ezequiel); etc.
Mientras tanto un río conductor de la esperanza se fue haciendo haciendo cada vez mas caudaloso, formando el cauce de la predicación profética: El mesianismo del A.T., que tendrá su cumplimiento en la Persona y en la obra de Jesucristo, el Mesías. Al mismo tiempo y sobre todo en los últimos siglos de la historia del AT., se ha ido desarrollando la sabiduría hebrea: espíritus selectos, escogidos por Dios, formados en la meditación de la Ley y en las enseñanzas de los Profetas, y cultivados en la reflexión profunda sobre la vida, irán labrando, bajo la inspiración del Espíritu Santo, la llamada literatura sapiencial del AT., que completara la Revelación, preparando a los hombres para la venida del Mesías Salvador en la “plenitud de los tiempos” (cf. Gal 4, 4).
4. La “plenitud de los tiempos”: la Encarnación del Verbo de Dios, Jesucristo. Por su vida sobre la tierra, por su sacrificio en la Cruz seguido de su Resurrección gloriosa, Cristo alcanza la victoria sobre los poderes y fuerzas que esclavizan a la humanidad. Jesus trae como una nueva y definitiva creación, aunque muy distinta de la primera. El es el nuevo Adán –según la imagen de San Pablo – primogénito de toda la creación renovada: El es la Cabeza del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, no asentado sobre la “carne y la sangre”, sino sobre el espíritu y la caridad, sobre la Nueva Alianza en la propia Sangre de Jesus. Por su Resurrección y Ascensión al cielo, la Humanidad de Jesus, unida a su Divinidad en la misma y única Persona del Verbo (=unión hipostática), recibe del Padre el señorío sobre toda la creación –visible e invisible, terrestre y celestial-: en El han comenzado los últimos tiempos de la historia.