El NT proclama la gracia y la exigencia de Dios, Padre Todopoderoso, tan lleno de amor por sus hijos, que ha enviado a su Hijo Unigénito al mundo para salvarnos –como rezamos en el Credo de la Misa). El NT nos revela el insondable misterio de Dios Uno y Trino, misterio insinuado mas no revelado claramente en el AT.
En Jesucristo, el Hijo de Dios, vemos al Padre. Dice Jesus “Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo” (Mt 11, 27) y cuando el Apóstol Felipe le pide que les muestre al Padre, Jesus le responde: “El que me ha visto a mi ha visto al Padre” (Jn 14, 8-9).
La doctrina de Jesus no es solo suya, sino del Padre que le envió. Dice Jesus “El que no me ama, no guardara mis palabras; y la palabra que escucháis no es mía sino del Padre que me envió” (Jn 14, 24).
Jesucristo ha venido para llevar a cabo el mandato de su Padre. Dice El “Porque he bajado del Cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn 6, 38). Esta voluntad divina consiste en conducir a la humanidad hasta la filiación divina y la gloria de Dios, como dice San Pedro: “Nos ha hecho merced de los preciosos y mas grandes bienes prometidos, para que por estos llegues a ser participes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4).
Jesus es el Salvador: en El se ha revelado la entrañable benevolencia divina hacia nosotros. Jesus es el Cristo (=Mesías), el Señor, el Hijo de Dios. Por tanto, Jesucristo no solo ofrece al hombre el cumplimiento de los mas profundos anhelos de la humanidad, sino que es portador de algo que los supera por completo: la gracia sobrenatural que nos hace hijos adoptivos de Dios.
Todos los libros del NT constituyen, junto con los libros del AT, un plan unitario, una unidad fundamental expuesta de una manera rica y variada, como lo leemos en la carta a los hebreos: “En diversos momentos y de muchos modos hablo Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha habado por medio de su Hijo…” (Hb 1,1-3). Por esta razón, el AT da testimonio de Cristo anunciando su venida: tanto los libros históricos, como los proféticos y sapienciales son una profecía de Cristo.
Los Evangelios refieren la admirable vida de Jesus, sus acciones y palabras, su Muerte redentora y su Resurrección gloriosa. Por Cristo hemos sido liberados del pecado, de la muerte y del poder del demonio, para vivir en la libertad de la gloria de los hijos de Dios.
El libro de los Hechos de los Apóstoles relata la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés; bajo su acción asistimos a la primera expansión de la Iglesia entre judíos y gentiles.
Las cartas de los Apóstoles nos enseñan como hemos de vivir la fe cristiana en las circunstancias de nuestra vida.
Finalmente, el Apocalipsis nos consuela en las tribulaciones, y mantiene viva la fortaleza y la esperanza en la victoria final; a este aspecto se une su carácter profético acerca de la segunda venida de Cristo.
El Reino de Dios, que Jesucristo ha iniciado en la tierra, no llegara a su plenitud sino cuando, al final del mundo presente, vuelva Cristo glorioso, para juzgar a vivos y muertos y hacer entrega al Padre del Reino eterno. Mientras tanto “de sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando claramente a Dios mismo, tal como es”. Lo que el Señor nos promete en las Bienaventuranzas llena la vida del cristiano: este será plenamente feliz en el cielo. Pero ya en la tierra, tanto en medio de la aflicción y del dolor como en la alegría y la prosperidad, en la honra como en la deshonra, en la escasez como en la abundancia, en la salud. En la enfermedad, en toda circunstancia, el cristiano se sabe hijo de Dios, redimido por la muerte del Señor y destinado a una vida eterna con Cristo en Dios. Sostenido por tal esperanza, puede llevar, con la dignidad excelsa y humilde de los hijos de Dios, las tribulaciones de esta vida, que nos identifican con nuestro Salvador.
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