San Juan Crisóstomo llama a las Sagradas Escrituras “cartas enviadas por Dios a los hombres”.
1. Siendo así lo primero que hemos de hacer al leer la Sagrada Escritura es fomentar en nosotros un afán y una ilusión por conocer y meditar el contenido de esas cartas divinas. El Concilio Vaticano II recomienda insistentemente a todos los fieles la lectura asidua de la Sagrada Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo, pues –como decía San Jerónimo- desconocer las Escrituras es desconocer a Jesucristo. Acudan con gusto al texto mismo: en la liturgia, tan llena de las palabras divinas; en la lectura espiritual (…). Recuerden que a la lectura de la Biblia debe acompañar la oración para que se realice el dialogo de Dios con el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos las divinas Escrituras” (Dei Verbum, n. 25).
Decía San Pío X “La lectura de la Biblia no es necesaria a todos los cristianos, porque ya están ensenados por la Iglesia, pero es muy útil y se recomienda a todos”.
2. Para hacer una lectura provechosa hemos de partir necesariamente de la obediencia a la fe de la Iglesia de Jesucristo; fe, concretamente, en todo lo que la Iglesia profesa y enseña sobre el Canon de los Libros Sagrados, sobre su inspiración divina, sobre su veracidad, sobre su historicidad, sobre su autenticidad. Fe, en definitiva, en que Dios es el autor principal de la Biblia y en que estos contienen la verdad salvadora, sin ningún error.
3. También es necesaria piedad y santidad de vida para poder entender la Sagrada Escritura. Para el crecimiento de la inteligencia de la Palabra de Dios escrita, debemos disponernos por la oración a recibir las luces que nos vienen gratuitamente del Espíritu Santo. Quien lee, medita o estudia la Biblia debe buscar en la oración asidua, en el trato con Dios, la comprensión de esa palabra santa.
4. Se necesita igualmente la virtud de la humildad, que nos haga niños delante de nuestro Padre Dios. Solo así se cumplirán en nosotros las palabras de Cristo “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los pequeños” (Mt 11, 25).
La humildad y piedad se manifestaran:
- en no permitir ni admitir opiniones que estén al margen de lo que el Magisterio y la Tradición de la Iglesia han ensenado constantemente;
- en la firma convicción de que nunca se llegara a demostrar de modo exclusivamente racional verdades de orden sobrenatural y, por tanto, de que no se conquista, sino que se acepta gozosamente todo lo que Dios ha revelado, tal y como el Magisterio de la Iglesia lo propone.
Ante la grandeza de los misterios divinos el cristiano debe sentir la humilde alegría de que su inteligencia no puede abarcarlos. ¿Cómo puedo yo, que soy un ser finito y pequeño, comprender la grandeza de Dios? Decía San Agustín: “La Escritura divina es como un campo en el que se va a levantar un edificio. No hay que ser perezosos, ni contentarse con edificar sobre la superficie; hay que cavar hasta llegar a la roca viva: esta roca es Cristo (1 Cor 10, 4)”.
1. Siendo así lo primero que hemos de hacer al leer la Sagrada Escritura es fomentar en nosotros un afán y una ilusión por conocer y meditar el contenido de esas cartas divinas. El Concilio Vaticano II recomienda insistentemente a todos los fieles la lectura asidua de la Sagrada Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo, pues –como decía San Jerónimo- desconocer las Escrituras es desconocer a Jesucristo. Acudan con gusto al texto mismo: en la liturgia, tan llena de las palabras divinas; en la lectura espiritual (…). Recuerden que a la lectura de la Biblia debe acompañar la oración para que se realice el dialogo de Dios con el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos las divinas Escrituras” (Dei Verbum, n. 25).
Decía San Pío X “La lectura de la Biblia no es necesaria a todos los cristianos, porque ya están ensenados por la Iglesia, pero es muy útil y se recomienda a todos”.
2. Para hacer una lectura provechosa hemos de partir necesariamente de la obediencia a la fe de la Iglesia de Jesucristo; fe, concretamente, en todo lo que la Iglesia profesa y enseña sobre el Canon de los Libros Sagrados, sobre su inspiración divina, sobre su veracidad, sobre su historicidad, sobre su autenticidad. Fe, en definitiva, en que Dios es el autor principal de la Biblia y en que estos contienen la verdad salvadora, sin ningún error.
3. También es necesaria piedad y santidad de vida para poder entender la Sagrada Escritura. Para el crecimiento de la inteligencia de la Palabra de Dios escrita, debemos disponernos por la oración a recibir las luces que nos vienen gratuitamente del Espíritu Santo. Quien lee, medita o estudia la Biblia debe buscar en la oración asidua, en el trato con Dios, la comprensión de esa palabra santa.
4. Se necesita igualmente la virtud de la humildad, que nos haga niños delante de nuestro Padre Dios. Solo así se cumplirán en nosotros las palabras de Cristo “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los pequeños” (Mt 11, 25).
La humildad y piedad se manifestaran:
- en no permitir ni admitir opiniones que estén al margen de lo que el Magisterio y la Tradición de la Iglesia han ensenado constantemente;
- en la firma convicción de que nunca se llegara a demostrar de modo exclusivamente racional verdades de orden sobrenatural y, por tanto, de que no se conquista, sino que se acepta gozosamente todo lo que Dios ha revelado, tal y como el Magisterio de la Iglesia lo propone.
Ante la grandeza de los misterios divinos el cristiano debe sentir la humilde alegría de que su inteligencia no puede abarcarlos. ¿Cómo puedo yo, que soy un ser finito y pequeño, comprender la grandeza de Dios? Decía San Agustín: “La Escritura divina es como un campo en el que se va a levantar un edificio. No hay que ser perezosos, ni contentarse con edificar sobre la superficie; hay que cavar hasta llegar a la roca viva: esta roca es Cristo (1 Cor 10, 4)”.
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